Los valores cívicos y democráticos fueron mutilados persiguiendo sus expresiones políticas, sociales y culturales; en concurrencia con grupos oligárquicos y transnacionales, al tiempo que una minoría acumulaba riqueza y poder económico medrando con una corrupción institucionalizada.
El principal instrumento para controlar a la sociedad fue la extendida red de militantes que, con espíritu corporativista, se aglutinaban alrededor de las seccionales coloradas, privilegiadas bases de comités políticos cuya finalidad era proporcionar un sustento al apoyo civil al régimen. Contrabando, robos, narcotráfico: todo se desarrollaba al amparo de las todopoderosas
seccionales coloradas, que contaban para sus actividades ilícitas con la venia de los potentados del país.
El resultado de tal esquema fue la corrupción generalizada de la economía de todo el país.
Pocos factores habrán incidido tanto para crear una deplorable imagen internacional del Paraguay, y para aislar al Partido Colorado en el contexto político regional, como las actividades de esta estructura mafiosa en sus bases civiles.
Para ejercer una función pública, por mucho tiempo, fue requisito estar afiliado al Partido Colorado. Para pertenecer a las Fuerzas Armadas, también era necesario estar afiliado al Partido Colorado. Para ejercer funciones en el Poder Judicial, no había otro camino que afiliarse al Partido Colorado.
Con el correr de los años, el poderío de las
seccionales sobre la sociedad paraguaya empezó a ser erosionado por la irrupción de las ONGs, un engendro de nuestros hombres en Langley para desmovilizar a los activistas de movimientos radicalizados tentándolos con el siempre necesario vil metal.
Aunque las elecciones de las autoridades de una seccional colorada nunca tuvieron un cariz enteramente democrático, y siempre se atuvieron a la digitación desde el poder y estuvieron a merced de las maniobras eleccionarias fraudulentas, nunca dejaron de irradiar un aura caudillesca de consagración popular, aunque matizada por furibundas grescas entre bandas mafiosas rivales, salpicadas por golpes de puños y puntapiés.
La consagración de liderazgos por la vía de las ONGs es todavía mucho más fría, antidemocrática y, para colmo, extranjerizante. El principal requisito es contar con el padrinazgo de alguna embajada extranjera, preferentemente la de Estados Unidos, y ser agraciado con una fuerte suma en dólares que permita financiar algún movimiento político, utilizando a la ONG como mampara.
Para peor de males, sus tendencias en el poder están demostrando ser tan totalitarias como las de sus predecesores, llegando a subordinar eventos festivos o automovilísticos como el rally del Chaco –el cual se busca eliminar– a sus intereses crematísticos, el afán de lucrar con el
estado de emergencia del Chaco embolsando donaciones.
Son ejemplo de esta metodología de la construcción de “liderazgos civiles” a través de ONGs la mayoría de los grupos que llevaron al poder al obispo
Fernando Lugo, de forma similar a la ascensión al poder de Víctor Yuschenko en Ucrania, debilitando y derrocando al Partido Colorado de una manera parecida a la que fueran derrocados los partidarios del presidente georgiano Eduard Chevarnadze, en medio del aplauso de la prensa mediática y la
comunidad internacional.
Tanto los sucesos de Georgia y Ucrania fueron producto de protestas y movimientos organizados por ONGs financiadas y dirigidas, directa o indirectamente, por Washington, conforme a un plan expuesto posteriormente en un informe oficial de la USAID. De esta manera, las ONGs fueron instrumentadas como verdaderos caballos de Troya de la CIA norteamericana.
En el caso paraguayo, el carácter dudoso de estos liderazgos financiados a veces por la ultraderecha de Washington, que ya ha incorporado a las ONGs a su estrategia para la supremacía global, no solo ponen en tela de juicio el rol que desempeñan realmente estas organizaciones, sino también la integridad de quienes se vinculan y financian su promoción política a través de ellas.
Aunque resulte en cierta forma reconfortante para algunos escuchar las aclamaciones prodigadas por la izquierda latinoamericana al “obispo de los pobres y teólogo de la liberación”
Fernando Lugo, uno no puede menos que reflexionar sobre lo mucho que, ocasionalmente, tanto las críticas como los aplausos pueden provenir del bando equivocado.