Felipe Varela
(Luís Agüero Wagner)
Este domingo se conmemorarán
ciento cuarenta y dos años de la más grande batalla de la historia
sudamericana, el combate de Tuyutí, librado el 24 de mayo de 1866
durante la desigual guerra que enfrentó al Paraguay con
una coalición entre Argentina, Brasil y Uruguay que se gestó inspirada y
auspiciada por el imperialismo inglés.
Precisamente
uno de los más destacados agentes del imperio británico en la historia
latinoamericana, el dictador argentino Bartolomé Mitre, al inaugurar
una línea de ferrocarriles ingleses en su país había llegado a exclamar
eufórico que la fuerza que impulsaba el progreso de su país era el
capital inglés.
Mitre
no era un caudillo, tampoco el primero entre sus pares en una
oligarquía, sino más bien el ídolo de su logia liberal porteña. Su
prestigio se restringía a los hijos de apellido y los comerciantes
prósperos, pero no alcanzaba a los matanceros de los corrales, a los
quinteros de las orillas y mucho menos a los gauchos de la campaña. De
todas maneras, supo hacer creer que tenía dotes militares, logrando
que el ejército lo prefiera al inexpresivo Valentín Alsina, al
inconsecuente Vélez Sarsfield o al nunca bien ponderado Domingo
Faustino Sarmiento. Ese argumento le abrió las puertas de la
gobernación de Buenos Aires un 2 de mayo de 1860, preludio de una
carrera política consagrada a hacer concesiones a los ingleses, el mismo
sentido de su obra como historiador.
En
marzo de 1863 Mitre, a quien el historiador inglés Ferns califica como
un patriota argentino colonizado por el temperamento victoriano,
obsequió 300 mil hectáreas de las más espléndidas tierras argentinas a
ferroviarios ingleses y delegó en el recién fundado Banco de Londres la
responsabilidad de nominar a quien debía ser Ministro de Hacienda de
su gabinete. Luego admitirá al representante inglés
Edward Thornton como asesor de su gobierno con derecho a participar en
el consejo de ministros.
A
las casi infinitas fuerzas del imperialismo inglés y sus aliados
porteños como Mitre, el gauchaje opondría la montonera, que aunque
calificada como arma indígena y bárbara, bien manejada por los
caudillos federales fue de una eficacia insuperable durante el período
anterior a las armas modernas de precisión. El jefe
montonero de mayor prestigio, Angel Vicente Peñalosa (el Chacho), pasó a
la historia por el coraje de soñar los imposible, sin riendas, a raja
cincha. Encarnaba a un pueblo socialmente abandonado y espiritualmente desestimado por los profetas del colonialismo liberal. Sólo
podían esperar, quienes como él exigían respeto a su dignidad humana
con el rango de condición para vivir, la “solución final” de la hora,
que enunciara Sarmiento en su famosa carta a Mitre: “No trate de
economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de humanos”.
El
12 de noviembre de 1863, los coroneles prendieron fuego al sueño
asesinando a Peñalosa en Olta, acabando con 65 años de vida montonera
defendiendo a La Rioja. El sacrificio quedó clavado en el
corazón de los habitantes de la puna del Atacama, como una lanza seca
en el blanco para siempre.
Esa
inmolación fecundó con sangre la rebelión de otros caudillos que en
plena guerra de Mitre contra el Paraguay, se levantaron contra Buenos
Aires favoreciendo a Solano López, el líder de la revolución y la
resistencia paraguaya. Los colorados de Mendoza, el
general Saá de San Luís y el catamarqueño Felipe Varela se alzaron
contra la triple infamia sufragada por el imperio británico decididos a
batirse por la patria gandre.
El
más emblemático de estos jefes, Felipe Varela, había nacido en
Huaycama, un pueblito perdido en las sierras de Catamarca, en un tiempo
en que los gauchos habían empezado a esgrimir las armas para
defenderse de la opresión portuaria agrupándose en torno al riojano Juan
Facundo Quiroga, y había sido un dolorido testigo de la miseria de su
provincia marginada y humillada por el soberbio y lejano puerto de
Buenos Aires, que con su política complaciente a las potencias de la
época había desencadenado el derrumbe de las economías
del interior reemplazando el coloniaje español sólo con una servidumbre
de nuevo cuño.
Cuando
Varela tenía tres años, Catamarca no había podido pagar el pasaje y
viáticos a sus delegados a la constituyente que se reunió en Buenos
Aires en 1928.
Al
llegar Mitre al poder, este Quijote de los Andes frisaba en los
cincuenta, edad a la que no repararía en consejos de amas y sobrinas,
desoiría a curas y barberos y con el yelmo de mambrino en la cabeza se
lanzaría contra los molinos de viento. Pero a diferencia de su tatarabuelo manchego, este patriota nacional latinoamericano no estaría solo en su aventura. Un
historiador de pensamiento colonizado lo recordará en 1900 como un
caudillo tan ignorante como funesto que había logrado fanatizar a las
masas. Toda la chusma se le presentó en su cabalgadura propia o en alguna robada a su respectivo dueño.
Cuando
hace ya varios años recorrí el norte argentino y conocí los valles
calchaquíes de Catamarca, comprendí la rebeldía que alentaba a sus
ancestros al comprobar que pueblitos enteros sobreviven en medio de
enormes dificultades vendiendo pimentones. No menos
contradictorio me pareció el hecho de que nunca había oído en Paraguay
sobre la epopeya de los montoneros, leales aliados de López en medio de
tantas traiciones.
La
frustración de las tropas mitristas, que debieron abandonar el frente
en Paraguay para sofocar el alzamiento de la “chusma”, quedó reflejada
en los comunicados y partes de los crueles coroneles que encarnaron la
barbarie genocida del colonialismo liberal, y que aún se conservan en
el Archivo de Tucumán.
Acusados
de bandoleros y en medio de grandes privaciones, cercados al fin por
implacables regimientos de línea, los montoneros acabaría exterminados
en Pozo de Vargas, en abril de 1868. A partir de entonces,
un manto de ignominia se extendería sobre el nombre de los montoneros,
a quien la historia a gusto del trono no perdonaría jamás haber
ingresado a la Argentina apoyados por un batallón de chilenos y por el
gobierno boliviano, y haberse levantado contra la anglofilia de Mitre
con un ejército de gauchos argentinos que no se avergonzaban de
defender al Paraguay.
Tan antagónicas son las visiones históricas de los bandos que hoy siguen disputándose la mentalidad de los latinoamericanos. Mientras
unos siguen considerando a Varela y los de su especie como viles
bandoleros, invasores y abigeos, los otros ven en su gesta la
desaparición del adalid postrero de la patria grande y la proyección de
su figura a la altura de Bolívar, por encima de los hombres pequeños y
las patrias pequeñas.
Es
tan sorprendente como evidente que a ciento cuarenta y dos años , el
combate entre los montoneros y el imperio parece tan vigente como
cuando los ejércitos de la Triple Alianza se enfrentaban con los
paraguayos en los fangales de Tuyutí, aquel 24 de mayo de 1866. (Luís Agüero Wagner)